Luis Rogelio Rodríguez Nogueras, también conocido como “Whichy, el Rojo” debido a su pelo, fue un destacado escritor, poeta, guionista y periodista cubano. Nacido en La Habana en 1944, Whichy pertenecía a una familia de escritores y recibió lecciones particulares de literatura desde muy joven, pagadas por su abuela. Estudió Comercio en la Academia Militar del Caribe hasta 1960, cuando se trasladó a Venezuela para reunirse con su madre.

Después del triunfo de la Revolución Cubana, regresó a su país y comenzó a trabajar en el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (ICAIC) en mayo de 1961, donde realizó documentales para la campaña de alfabetización y trabajó como dibujante, auxiliar de cámara y director de cortometrajes en el Departamento de Dibujos Animados.

Además, comenzó a escribir guiones y diseños para dibujos animados. En 1964, se licenció en Lengua y Literaturas Española e Hispanoamericana en la Universidad de La Habana.

Luis Rogelio Rodríguez Nogueras también trabajó como redactor y jefe de redacción en diferentes publicaciones, incluyendo El Caimán Barbudo y Cuba Internacional, y ejerció la crítica literaria y cinematográfica. Como narrador, se especializó en la novela negra y de espionaje, y visitó numerosos países, incluyendo los Estados Unidos, Venezuela, España, la Unión Soviética, Vietnam y Canadá.

Lamentablemente, Whichy Nogueras falleció prematuramente el 6 de julio de 1985. Dejó una cantidad significativa de poesía inédita, así como la novela Las manos vacías.

Se lo recuerda como un escritor incansable y un defensor del conversacionalismo, una corriente literaria que busca la sencillez y la comunicación directa con el público.

Su trabajo también incorporó algunos signos del posmodernismo literario y experimentó con imaginación crítica en el lenguaje, la metaliteratura, los géneros y la ironía.

Aquí te proponemos tres poemas de su autoría.

Ama al cisne salvaje

No intentes posar tus manos sobre su inocente
cuello (hasta la más suave caricia le parecería el
brutal manejo del verdugo).
No intentes susurrarle tu amor o tus penas
(tu voz lo asustaría como un trueno en mitad de la noche).
No remuevas el agua de la laguna no respires.
Para ser tuyo tendría que morir.

Confórmate con su salvaje lejanía
con su ajena belleza
(si vuelve la cabeza escóndete en la hierba).
No rompas el hechizo de esta tarde de verano.
Trágate tu amor imposible.
Ámalo libre.
Ama el modo en que ignora que tú existes.
Ama al cisne salvaje.

El último caso del inspector

El lugar del crimen
no es aún el lugar del crimen:
es sólo un cuarto en penumbras
donde dos sombras desnudas se besan.

El asesino
no es aún el asesino:
es sólo un hombre cansado
que va llegando a su casa un día antes de lo previsto,
después de un largo viaje.

La víctima
no es aún la víctima:
es sólo una mujer ardiendo
en otros brazos.

El testigo de excepción
no es aún el testigo de excepción:
es sólo un inspector osado
que goza de la mujer del prójimo
sobre el lecho del prójimo.

El arma del crimen
no es aún el arma del crimen:
es sólo una lámpara de bronce apagada,
tranquila, inocente
sobre una mesa de caoba.

Defensa de la metáfora

El revés de la muerte (no la vida)
el que clama por agua (no el sediento)
el sustento vital (no el alimento)
la huella del puñal (nunca la herida)
Muchacha antidesnuda (no vestida)
el pórtico del beso (no el aliento)
el que llega después (jamás el lento)
la vuelta del adiós (no la partida)
La ausencia del recuerdo (no el olvido)
lo que puede ocurrir (jamás la suerte)
la sombra del silencio (nunca el ruido)
Donde acaba el más débil (no el más fuerte)
el que sueña que sueña (no el dormido)
el revés de la vida (no la muerte)